Guerrero: justicia hipotecada
JOHN M. ACKERMAN
La cruel tortura y el artero asesinato de los dirigentes indígenas Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas, defensores de los derechos humanos de la Costa Chica en el estado de Guerrero, revelan lo poco que hemos avanzado en materia de justicia y derechos humanos en el país. Los gobiernos de la alternancia, tanto a nivel federal como en el ámbito estatal, no han buscado transformar el sistema de procuración de justicia, sino que se han limitado a administrar la impunidad y la corrupción imperantes. Por su parte, el Poder Judicial se niega a abrirse al escrutinio público y receta graves dosis de impunidad en casos como los del gobernador Mario Marín y Atenco.
Las consecuencias están a los ojos de todos: el total fracaso de la mal llamada “guerra” contra el narcotráfico, el hecho de que solamente uno de cada 10 delitos son castigados, alrededor de 10 mil ejecutados en lo que llevamos de la administración de Calderón, así como la propagación de la tortura, las detenciones arbitrarias y la violación de los derechos humanos en todo el país.
El despliegue del Ejército y la incorporación de mandos castrenses en tareas de seguridad pública, lejos de resolver el problema no han hecho más que agudizarlo. Las fuerzas militares no están entrenadas para la investigación y la prevención de los delitos, sino para enfrentar a un ejército opositor en un combate armado a la luz del día. Los soldados naturalmente tampoco se caracterizan por su cultura o sensibilidad en relación con los derechos humanos y son igual de vulnerables a la corrupción que los policías. Usar el Ejército para combatir al narcotráfico es como utilizar una sierra eléctrica para realizar una cirugía de corazón. La estrategia simplemente no funciona y genera mayores daños que beneficios.
A pesar de todo ello, en Guerrero el gobernador Zeferino Torreblanca ha cumplido al pie de la letra el guión establecido por el gobierno federal. Su actual secretario de Seguridad Pública, Juan Heriberto Salinas Altés, es un general en retiro que ha abierto de par en par las puertas del estado de Guerrero a la intervención de las fuerzas armadas federales. Durante la gestión de Salinas Altés, quien ha copado su equipo de militares, la delincuencia ha ido en aumento e incluso ya empiezan a descubrirse graves casos de corrupción entre los policías de la entidad. Igualmente, el gobierno de Torreblanca ha mostrado un abierto desprecio por los derechos humanos y sistemáticamente busca pretextos para descalificar a los activistas sociales como agitadores políticos.
La reacción inicial del gobierno de Torreblanca ante las denuncias generadas por los asesinatos de Lucas y Ponce es ilustrativa. Antes siquiera de iniciar las investigaciones del caso, el procurador de la entidad, Eduardo Murueta, descalificó las denuncias del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan sobre la posible participación de autoridades gubernamentales en el crimen. En un comunicado, el procurador regañó al Centro por “enrarecer un caso netamente policiaco”, negó que los delitos hayan sido “crímenes de Estado” y rechazó que tengan “vínculos de tipo político” o que estuviera implicado algún funcionario público.
Ojalá que el procurador tenga razón, pero es una grave irresponsabilidad, por decir lo menos, desechar tales hipótesis desde el inicio de la investigación, particularmente cuando todo indica que sí existían claros móviles políticos. Desde hace una década, los dirigentes asesinados habían venido recibiendo amenazas de muerte y diversos ataques precisamente a raíz de su trabajo de defensa de los pueblos indígenas ante los abusos de militares y otras autoridades. Raúl Lucas fue torturado por el Ejército en varias ocasiones y hace apenas dos años sufrió una emboscada en la que recibió una herida de bala en el cuello.
Este terrible episodio también nos lleva a preguntarnos hasta qué punto los casi 10 mil asesinatos ocurridos durante el gobierno de Calderón realmente guardan relación con el narcotráfico. Así como el procurador del estado de Guerrero ha insistido en que no existe ningún elemento político en el asesinato, el gobierno federal no se cansa de señalar que los miles de muertos de este sexenio son el resultado de peleas entre bandas rivales de narcotraficantes. Pero con una tasa de impunidad tan alta nunca podremos saber cuántas personas en realidad han sido victimados por motivos políticos. ¿Cuántos Raúl Lucas y Manuel Ponce más yacen muertos en una nube de impunidad y opacidad?
En el comunicado del gobierno estatal se minimizan los asesinatos de Lucas y Ponce al señalar que se procederá de la misma manera que “en todos los asuntos que están sujetos a escudriñamiento legal”, ya que el caso no presenta ningún elemento excepcional. Así mismo, de acuerdo con el procurador del estado, el “dolor y luto” causado por los homicidios se circunscribe a “dos familias guerrerenses del municipio de Ayutla de los Libres”.
Pero una vez más el señor gobernador se equivoca, ya que este crimen no es simplemente un caso más, pues ya se ha convertido en un asunto de relevancia nacional e internacional, emblemático de la impunidad y el acoso a los defensores de los derechos humanos que han caracterizado a los gobiernos de la alternancia en México. Amnistía Internacional, el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA ya han expresado su preocupación y darán seguimiento puntual a las investigaciones del caso. A su vez, el grupo parlamentario del Partido de la Revolución Democrática en la Cámara de Diputados presentó un punto de acuerdo que exige al gobierno federal ejercer su facultad de atracción de tal investigación. La asociación civil Fundar (www.fundar.org.mx) ha recolectado el apoyo de más de 140 organizaciones y cientos de personas para demandar el esclarecimiento del crimen. Las familias de Raúl Lucas y Manuel Ponce no están solas. El pueblo de Guerrero, de México y del mundo entero los acompaña. l
Este análisis se publicó en la edicción 1687 de la revista Proceso que empezó a circular el pasado 1 de marzo
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