viernes, 6 de marzo de 2009

Porfirio Muñoz Ledo - La megachafez


El desmesurado salario que se asignaron los consejeros del IFE ha desatado indignación generalizada e implacables descalificaciones. Destaca la desproporción entre la magnitud de las remuneraciones y la pequeñez de los beneficiarios, así como la desfachatez de los titulares de los órganos encargados de salvaguardar el orden democrático.

Las cifras agreden la sensibilidad de un país hambriento. Acusan el abismo entre un pueblo angustiado y un estamento tecnocrático, improvisado y voraz. Ofende más el desprecio que el dinero. Los “megasalarios” son expresión de una megachafez. Un acto “de mala estofa” que exhibe la “baja calidad” y la “burda naturaleza” de quienes lo perpetraron.

Autor central del engendro, Leonardo Valdés defiende la “legalidad” de la decisión, pero además su valor “moral”. Esto es —en su primera acepción—, que “no pertenece al orden físico o jurídico”, sino a la “apreciación de la conciencia”. Ésta es tan discutible que mejor valdría aplicar la segunda: “árbol que da moras”, siendo éstas “fruto de pulpa jugosa”.

La acumulación de agravios apenas deja espacio a la reflexión. Dos vertientes se imponen. La primera alude a una causa fundamental de la desigualdad: la diferencia astral entre los salarios, estimada por los neoliberales como un mecanismo del mercado, en olvido de que éstos derivan de políticas públicas deliberadas.

Según estadísticas continuas de la OIT, el país “con mayores diferencias salariales por región, rama de industria y unidad de empresa” es México. Estamos frente a una política de Estado, avalada por los congresos y expresada en los presupuestos. Por decreto, los de arriba deben ganar todo lo que sea posible y los de abajo sólo lo necesario.

La distancia salarial en el sector privado es ilimitada en ausencia de gravámenes proporcionales a los altos ingresos de las personas. En las dependencias federales, nominalmente es de 46 a uno; pero aunadas prestaciones puede llegar ser superior a 100 veces (más de 300 mil el secretario contra 3 mil el modesto empleado). La reconstrucción del régimen de castas por la ventanilla de pago.

Los organismos internacionales tienen como norma que esa diferencia no sea mayor de cuatro veces. El concepto de República exige que el funcionariato sea un cuerpo igualitario, regido por la ética del servicio. La “digna medianía” juarista, al margen de la codicia y de la puja mercantilista en que incuba la corrupción.

Se ha recordado que, al constituirse el IFE como órgano constitucional, los consejeros decidieron fijarse un salario inferior al que la ley permitía. Ello no menguó en nada su independencia, sino antes bien incrementó su autoridad. Al contrario de quienes se otorgan un ascenso descomunal, que exhibe doblemente su subordinación a los poderes reales.

Sugiere Navalón que los susodichos no son “jacarandas indias”; traducido al mexicano diría que no tiene la culpa el consejero sino el que lo hizo compadre. Lo que está en duda es su procedimiento de selección, los intereses a los que sirve y el perfil decreciente de los nombrados.

El acuerdo original de 1994 —refrendado en 1996— era que el Consejo se integraría por el consenso de las fuerzas políticas. Ello se tradujo en memorables designaciones que luego se degradaron en la rebatinga parlamentaria. Se impuso la práctica del veto, que a fuerza de descarte se convierte en un sistema de cuotas.

Veto es “el derecho a impedir una cosa” en tanto que consenso es un “asentimiento colectivo de acuerdo a objetivos compartidos”. Éstos eran asegurar “la máxima imparcialidad del órgano y la calidad de sus decisiones”. Ahora es una tajada en el botín patrimonial de los partidos.

El único avance cierto de la transición, la democracia electoral, está en entredicho. La sumisión de los órganos responsables a los poderes locales y nacionales es manifiesta. La corruptela mediática y la compra de votos se han enseñoreado nuevamente. Es preciso atajar la decadencia para salvar la paz.

La intervención de los partidos en la conformación de las instituciones electorales es propia de los periodos de cambio entre la hegemonía y la pluralidad política. Casi ninguna Constitución la consagra en las democracias maduras. La designación corresponde a consejos de Estado, a propuesta de entidades académicas y civiles.

Debiéramos volver al punto de partida. Reconstruir desde su segmento electoral el andamiaje de las instituciones. La sociedad enfrentaba antes un solo adversario político, ahora cuenta con tres. Habrá que derrotarlos. 

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