Carta abierta a Arturo Chávez Chávez
DENISE DRESSER
Estimado procurador Chávez Chávez:
¿Y si su hija o su madre o su hermana desapareciera un día cualquiera? ¿Y si pasara semanas y meses sin saber de ella? ¿Y si colocara fotos y descripciones y peticiones de ayuda –“delgada de pelo largo”– en lugares públicos? ¿Y si después encontraran su cuerpo tirado en un lote baldío? ¿Y si fuera evidente que ha sido violada y mordida y estrangulada y mutilada? ¿Y si la hubieran acuchillado 20 veces? ¿Y si le entregaran los restos de su ropa en una bolsa de plástico? ¿Y si las autoridades no le prestaran atención? ¿Y si, aunque usted contara su caso cientos de veces, prevaleciera el silencio? Estas son las preguntas que las madres de las muertas de Juárez hacen desde años y que usted y 75 senadores desoyeron. Estas son las preguntas que la sociedad mexicana debería presentarle, ya que durante su ratificación en el Senado nadie se las formuló. Preguntas cuya falta de respuesta debió haberlo inhabilitado para el puesto al que arriba.
Pero en su caso pesaron menos las muertas y más las fichas de negociación; pesaron menos las acusaciones en su contra y más los acuerdos partidistas en su favor. El PAN cerró filas ante el recomendado por su presidente, y el PRI cerró filas para cobrarle el favor, ignorando omisiones con tal de obtener comisiones. Ignorando errores con tal de participar en la costumbre del canje. Ignorando que en Ciudad Júarez –cuando usted era procurador– quienes buscaban a mujeres desaparecidas encontraban huesos en el desierto. Ignorando que en Ciudad Júarez nadie tuvo voluntad política para resolver los crímenes ni capacidad para prevenirlos. Al ratificarlo a usted, el Senado también se ratifica a sí mismo como una institución ciega, sorda y sexista.
Como usted y quienes lo avalaron prefieren olvidar, desde 1993 cientos de mujeres salieron de su casa y no regresaron a ella; terminaron de trabajar y nadie las volvió a ver; tomaron un camión y acabaron en un ataúd. Eran estudiantes y amas de casa y meseras y secretarias. Tenían entre 15 y 25 años. Solían ser pobres y de pelo largo. Trabajaban por seis dólares diarios ensamblando radios. Emigraban de distintas partes del país a Ciudad Juárez pensando que podrían vivir mejor allí. De pronto se volvieron desechables, anónimas. Pero no es así. Sus madres y sus hijos y sus esposos y sus hermanos las conocen, las recuerdan, las extrañan. Saben que se llamaban Paloma Angélica, Érika Noemí, Érika Ivonne, Lilia Alejandra, Irma Rebeca, Laura Georgina, Laura Alejandra, Flor Idalia. Saben que eran delgadas y bonitas. Saben que eran el sostén económico de sus familias.
Y saben que las investigaciones sobre su desaparición –que usted encabezó– fueron una farsa, una broma, una tragedia de errores. La corrupción y la complicidad llevaron a desaparecer pruebas y dejar en libertad a sospechosos, a ignorar información de testigos y a amedrentarlos, a encarcelar inocentes y a fabricar culpables. Más que perseguir, las autoridades de las cuales usted formó parte se dedicaron a encubrir. Más que investigar, diversos funcionarios públicos a su cargo se abocaron a tapar. Y ahora usted nos dice –lacónico, evasivo, esquivo– que “encaró el problema con los instrumentos institucionales que en ese momento tenía la procuraduría”. Nos dice que la culpa fue de los Ministerios Públicos. Nos dice, palabras más, palabras menos, lo mismo que alguna vez respondió Vicente Fox: “¿Y yo por qué?”.
Difícil creer que, ahora sí, usted combatirá la impunidad, cuando forma parte de su legado. Difícil creer en el reporte que quienes lo defienden hicieron circular en el Senado, cuando hay tantas investigaciones nacionales e internacionales que contradicen la supuesta eficacia de su trabajo descrita allí. En Ciudad Juárez no ha habido muchos criminales condenados, pero sí muchas autoridades condenables. Procuradores como usted que atribuyeron la muerte de múltiples mujeres a la “doble vida” que llevaban y a la ropa “provocadora” que usaban. Los peritos que, por descuido, dejaron huesos, pelo y ropa en el sitio donde fueron encontrados los últimos cuerpos. Los policías que mataron “accidentalmente” al abogado defensor de uno de los acusados, cuya confesión había sido extraída con base en la tortura. Los investigadores que quemaron más de mil libras de ropa de las víctimas, acumulada durante 10 años. Los expertos que le hicieron pruebas de ADN al cadáver equivocado. Los errores que llevaron a la CNDH a emitir una recomendación en su contra. Las omisiones que condujeron a una delegación de expertos enviados por la ONU a hablar de los “horrores” y los “abusos” y las “peores prácticas internacionales” asociadas con su gestión.
Fernando Gómez Mont –uno de sus principales promotores– asegura que usted es un hombre bueno, sereno, valiente, responsable, respetuoso de la ley. Pues tendrá que probarlo porque esa no es la impresión que queda después de su desempeño en Chihuahua. Esa no es la imagen que lo acompaña dado lo que dejó tras de sí. Usted llega adonde está hoy por un pacto político promovido por los partidos y los senadores y los gobernadores y los policías y los hombres. Usted asume su puesto gracias a una constelación de intereses distante de las demandas de la sociedad. Usted ha logrado convertirse en el primer abogado de la nación porque la clase política aún está poblada por personas a las que no les quita el sueño una muerta más u otra mujer faltante. No les preocupa la impunidad rampante y la ineficacia gubernamental que hace posible su institucionalización.
Ahora usted salta de la provincia al centro, trayendo prácticas y actitudes cuestionables consigo. Arrastrando un problema no resuelto y con muchos esqueletos en el clóset. Por eso allí están los fantasmas que ojalá lo acompañen a lo largo de su paso por la procuraduría; en busca de voz, en busca de justicia, en busca de descanso. Fantasmas de los cuales no dejaremos de hablar. Casos cuyo esclarecimiento no dejaremos de exigir. Mujeres cuyos nombres no dejaremos de repetir. Para que algún día usted logre entender que los derechos de las mujeres no son diferentes ni de segunda clase. Para que usted desarrolle la sensibilidad que lo lleve a escuchar a quienes siguen marchando afuera de su oficina, vestidas de luto, vestidas de negro. Para que la próxima vez que una madre se arrodille frente a usted y le ruegue que encuentre a su hija desaparecida, usted le tienda la mano en vez de negársela.
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