Ricardo Rocha
Detrás de la Noticia
08 de octubre de 2009
Desigualdad: la herida abierta
En este país, sólo hay un problema más grave que la pobreza y es la desigualdad. Porque en los últimos 20 años hay cada vez más pobres. Pero en el mismo lapso cada vez somos más desiguales.
Todos los datos, igual del INEGI, la ONU, nuestra UNAM, el Tec de Monterrey y el sector privado, apuntan a lo mismo: en México, cada vez menos tienen más y cada vez más tienen menos. Baste decir que 10% de la población privilegiada con los mayores ingresos recibe más de 40% de la riqueza nacional. Y si me apuran, unas cuantas decenas de familias son los accionistas mayoritarios del país. Mientras que 60% de los más pobres recibe apenas la cuarta parte del PIB; de ellos, 11 millones sobreviven en casas con pisos de tierra y 2 mil pesos al mes. En materia de equidad social, ocupamos el lugar número 91 entre 124 países. Por supuesto que en América Latina somos los campeones indiscutibles en desigualdad.
Y no se trata nada más de lo económico. La desigualdad se manifiesta en todos los órdenes de la vida: en la justicia, no es casual que 90 de cada 100 presos de nuestras cárceles sean pobres; en la educación todavía tenemos un ominoso rezago de 6 millones de analfabetas y suman también millones los jóvenes que jamás podrán terminar su educación superior. La desigualdad también nos marca brutalmente entre un norte rico como en San Pedro Garza García, Nuevo León, donde el ingreso por persona es de 462 mil pesos anuales, frente a un sur pobre como en Santiago el Pinar, Chiapas, donde sus habitantes ganan apenas 8 mil pesos al año. También somos profundamente desiguales en el racismo y el sexismo: no hay mexicanos de rasgos indígenas ya no digamos en algún Consejo de Administración, sino ni siquiera como gerentes de banco; en la mayor parte del país las mujeres ganan hasta 14 veces menos que los hombres por el mismo trabajo y hay estados donde robarse una vaca es un delito grave pero no lo es golpear a una mujer.
La desigualdad es también una carga brutal que, aunque suene muy cruel, pagamos los causantes cautivos en programas asistencialistas de alimentación, salud y viviendas misérrimas en lugar de inversión productiva.
En los meses recientes he estado reporteando en los lugares donde la desigualdad se manifiesta más inmisericorde porque coexisten —a veces a metros de distancia— los miserables con los inmensamente ricos: en las colonias periféricas de Cancún, donde la gente se suicida el triple que en el resto del país, hay familias que sobreviven con 50 mil pesos al año, que es menos de la tarifa de 5 mil dólares al día de algunos hoteles donde ellos trabajan; en Monterrey ya han hecho versiones regias de murallas chinas para que los pobres no molesten a los ricos; en Guadalajara, escalofrían barrios como La boca del lobo; y en el DF, basta cruzar el Puente de Los Poetas para deslumbrarse con el Santa Fe ostentoso y simplemente girar la vista para encontrarse con el Santa Fe apenas colgado de las barrancas.
Pese a todo, aún abrigo la convicción de que todavía hay un México posible. Si logramos ponernos de acuerdo.
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