Las drogas en la ciudad
Bernardo Bátiz V.
Las palabras, los estudiosos lo saben, van cambiando muy rápidamente de significado y hoy un término puede decirnos algo muy distinto de lo que nos decía hace apenas medio siglo. Eso pasó con el vocablo droga y su plural, drogas.
La definición nominal, según el diccionario, es algo muy amplio y muy inocuo a la vez: una droga es una sustancia mineral, vegetal o animal que se usa para elaborar curaciones y remedios. Hace no mucho, una empresa próspera, con oficinas en la ciudad, se conocía con la inocente denominación de Drogas, SA, por ahí, en el Registro Público de la Propiedad debe de estar registrado su nombre comercial y luego, seguramente, el cambio apresurado, obligado por el novedoso significado de la palabra.
Mi padre heredó de mi abuelo y atendió por años un pequeño negocio que producía medicinas veterinarias, pomadas para las ubres de las vacas, ungüentos para pezuñas lastimadas y polvos para la aventazón del ganado; cuando mis hermanos y yo llevábamos los envíos al Express, que estaba en Bolívar y Donceles, teníamos que llenar un formato en el que poníamos con naturalidad en el cuadro de contenido: drogas secas; de seguro que había otras líquidas o húmedas.
Nadie se asustaba hace 60 años o poco más de que Sherlock Holmes fumara su pipa de opio y que en el cuartel de Narvarte los soldados hicieran lo mismo con sus cigarritos de mariguana. Las comadres en las vecindades se preparaban para la reuma y otros padecimientos infusiones con esas hojas verdes y en las macetas de los balcones y corredores de las casas, sin riesgo de ninguna especie, se cultivaban las bellas amapolas.
Hoy, la palabra droga es un signo de dependencia y degradación para el que cae en las redes de su consumo habitual y de dinero fácil, riesgo y muerte para quienes producen o trafican con drogas, que tuvieron algún tiempo los calificativos de enervantes o estupefacientes para distinguirlas de otras.
Hoy día todos conocemos el daño que producen estas sustancias, ya sin adjetivos, ahora ilegales que alteran los sistemas nervioso y muscular y modifican nuestra manera de percibir el mundo que nos rodea, al grado de que quienes están bajo el efecto de las drogas (incluido el alcohol) cometen barbaridades y aun crímenes que no realizarían en su sano juicio; por eso se persigue su producción y comercio, daña a todos, rebaja la dignidad y convierte a las personas en piltrafas, especialmente tenemos que defender de ese hábito a los pequeños que son víctimas de comerciantes que los inducen y que deberían de ser tan condenados como los repulsivos pederastas.
Lo que pasa es que si sólo se combate el tráfico con castigos, armas, policías, jueces y soldados, no acabaremos nunca de erradicar el mal. Se requiere prevenir, impulsar una cultura de libertad, de salud y de alegría que no hagan atractiva la dependencia que enferma y corrompe la voluntad.
En las prisiones se puede empezar el control del suministro a quienes requieren drogas, ya se hace en algunos lugares, rompiendo con ello el control que, mediante su distribución, tienen los integrantes del crimen organizado. La experiencia puede servir para pensar en la despenalización de algunas drogas. Sin el control del mercado intramuros, las prisiones empezarían a transformarse.
Afuera, la atención a la gente, la educación, la recreación, la cultura son más eficaces que las armas y las fiscalías especiales; una inteligente campaña en los medios puede dar mejores efectos y costar menos que la absurda guerra que estamos padeciendo.
Con este marco de referencia, han sido más eficaces las distracciones y los centros de reunión, como las playas artificiales y las pistas de hielo; dan mejor resultado las becas Prepa Sí, las escuelas y centros recreativos en las zonas marginadas, las funciones y exposiciones artísticas para todo el público, que los retenes, los arraigos y los fuegos cruzados.
jusbbv@hotmail.com
Fuente: La jornada
Difusión AMLOTV
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