Alejandro Encinas Rodríguez
En el marco del trámite en que se convirtió la conmemoración del centenario de la Revolución, la Cámara de Diputados recibió la minuta del Senado que aprueba la Ley de Asociaciones Público Privadas, con la cual el Ejecutivo pretende abrir a la iniciativa privada —en toda su dimensión— la construcción de infraestructura y la prestación de servicios públicos.
Se trata, dicen los promotores, de incrementar la cobertura y calidad de los bienes y servicios que proporciona el sector público, manteniendo la infraestructura en condiciones óptimas de operación, sin presionar el gasto público al diferir el impacto del endeudamiento a lo largo del periodo en que esté vigente el contrato. De aprobarse esta reforma el gobierno podría contratar empresas para financiar, construir, administrar y operar una infraestructura o un servicio público, otorgando una contraprestación, ya sea a través de una pago mensual durante el tiempo del contrato (25 a 40 años) o mediante la cesión de los ingresos por el servicio prestado. Se trata a todas luces de una privatización que transfiere la responsabilidad pública al sector privado.
La minuta parte —nuevamente— de la falsa idea de que la empresa privada es más eficiente que el gobierno, convirtiendo las responsabilidades públicas en negocios privados, sin garantías en el cumplimiento de los contratos y comprometiendo a futuro los recursos públicos, ya que a partir de la contratación el gobierno brinda garantías legales para que la deuda que se adquiere —a costos superiores a los del sistema bancario— se etiquete como gasto corriente y se considere prioritaria e ineludible, comprometiendo los recursos públicos para los años subsiguientes. Es decir, los contratos se deberán pagar antes de cualquier otro ejercicio y, en caso de negativa, el pago se hará con cargo a las participaciones federales a la entidad federativa de que se trate, con lo que se puede llegar al absurdo de que un gobierno local se quede sin recursos que ejercer al estar comprometidos en contratos anteriores.
El debate en torno a este tipo de asociaciones no es novedoso, las APPs surgen en 1992 en el Reino Unido, como un mecanismo a través del cual el Estado pretendía dinamizar la construcción y operación de infraestructura apoyándose en el financiamiento privado, amortizando los costos de la inversión a mediano y largo plazos. Se pretendía garantizar la disponibilidad de nueva infraestructura, delegando en el sector privado los riesgos y contingencias relacionados con la planeación, implementación y ejecución de las obras. Pero, a pesar de las bondades anunciadas, han surgido diversos problemas que han llevado a replantear —e incluso revertir— este tipo de asociación, pues se ha demostrado que el costo de financiamiento de la infraestructura pública suele ser superior al del esquema tradicional, ya que el particular busca una tasa de retorno superior a la obtenida mediante deuda, lo que impacta negativamente las finanzas públicas y en la capacidad gubernamental para mantener y expandir los servicios existentes, al tiempo que la acumulación de pasivos a largo plazo reduce la capacidad de acción de administraciones ulteriores. En algunos casos han surgido terceros para renegociar y cumplir parcialmente las obligaciones asumidas por el contratante original y en otros las obras han quedado inconclusas y los servicios suspendidos. En varios más, la calidad de las obras y servicios ha sido menor y se han identificado casos de corrupción.
Evidencias internacionales demuestran que no se transfiere ningún riesgo al particular, no se cumplen los plazos y las especificaciones de los contratos y no se sanciona a las empresas por incumplimiento, a lo que se suma, en nuestro caso, el hecho de que se viola la Constitución al hacer una interpretación sesgada de la rectoría del Estado, mediante la asunción de deuda contabilizada como gasto corriente, prescindiendo, además, de la facultad fiscalizadora del Congreso.
De aprobarse esta ley, el Estado abdicaría de sus funciones en favor de un particular motivado por la ganancia. El Estado permanecería como garante. Si el sector privado experimenta pérdidas o abandona el contrato, se le impone una penalidad que no compensa el daño, el esquema se traduce en altas ganancias para el contratista y más costos para el gobierno, reduciendo al Estado a una magra oficina de recaudación y pagos al servicio del poder económico.
alejandro.encinas@congreso.gob.mx
Coordinador de los diputados federales del PRD
Fuente: El Universal
Difusión AMLOTV
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