Ana Francisca Vega.
Lo dijo Sara Sefchovich en su libro País de mentiras (Océano, 2008), en México concurren dos realidades paralelas, la del discurso y la de la práctica.
Una cosa se dice públicamente y otra, completamente distinta, se hace.
El argumento de Sefchovich aplica tanto para el ámbito público como para el privado, aunque con consecuencias diferentes. En otras palabras, una cosa es que un ciudadano privado mienta y otra es que el que lo haga sea un funcionario público, con responsabilidades e injerencia más allá de su ámbito personal.
Ayer que escuchaba el acto protocolario en el que el presidente Felipe Calderón Hinojosa presentó el Acuerdo Nacional para la Salud Alimentaria:
Estrategia contra el Sobrepeso y la Obesidad, en lo primero que pensé fue en el libro de Sefchovich que, conforme pasan los años, lamentablemente podría seguir acumulando varios ejemplos de lo vacío del discurso público y de lo poco que en nuestro país empatan las intenciones con las palabras y con las acciones (de resultados ya ni hablamos).
Como publicó ayer este diario, de acuerdo con la administración calderonista, el país gasta alrededor de 40,000 millones de pesos anuales en atención a los problemas derivados de la obesidad de los mexicanos… 2,000 millones de pesos MÁS de lo que invertimos en combatir la pobreza a través del Programa Oportunidades.
Frente a este panorama, uno pensaría que cuando la cabeza del Ejecutivo se para frente a los medios para anunciar un “acuerdo nacional” para enfrentar un problema en el que se juegan tantísimos recursos públicos -además de la salud de millones de mexicanos- agarraría “al toro por los cuernos”, como se dice por ahí.
Y lo pensamos porque él mismo se atrevió a presentarlo como “uno de los legados” de su administración.
La verdad de las cosas es que el acuerdo no resuelve nada: no saca la comida chatarra de las escuelas, no obliga a la industria a nada y se basa, simplemente, en un concepto vago y poco eficiente del compromiso de “todos los actores involucrados”.
Aún más indignante, la estrategia presentada enfatiza “una vertiente pedagógica para impulsar una nueva cultura de salud y sana alimentación” y de la responsabilidad de la sociedad civil para “adoptar y ejercer” el acuerdo. En serio.
Frente a un problema que requeriría la fuerza del Estado -porque es un asunto en el que están entremezclados muchos intereses de muy diverso tipo- el Presidente decide bajar las manos y dejar que el problema siga creciendo.
Los derechos de los mexicanos a tener una vida sana, de los consumidores a saber qué es lo que están comiendo y a exigir una mejor calidad de los productos que se comercializan en nuestro país, quedaron totalmente hechos trizas.
En el programa de radio Atando Cabos preguntábamos al Secretario de Salud que en qué momento se aplicará la fuerza del Estado en este tema. Su respuesta lo dice todo: “Probablemente en un momento dado sí se aplique la fuerza del Estado”… por el momento, dijo, “haremos foros de debate” para “analizar los avances” que, si no se consiguen, darán lugar a “acciones más enérgicas”.
Mientras eso sucede, todos tranquilos: la industria de la comida chatarra puede seguir contando con los 20,000 millones de pesos que se embolsan anualmente a través de las cooperativas escolares.
México, país de mentiras.
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