El encierro del espacio público
JAVIER SICILIA
El neoliberalismo no gusta de los pobres. Sufre por su existencia y quisiera desaparecerlos incorporándolos al mercado y sus consumos. Sin embargo, lejos de ello, los persigue y miserabiliza día con día. Su afán por enseñarles los goces y las maneras de hacer del desarrollo los ha despojado de su sabiduría ancestral, de sus tierras, de sus lugares, de sus formas de vivir y de fabricar, para lanzarlos a periferias inhóspitas cuyo rostro es el desempleo.
Los pobres, sin embargo, aprenden a sobrevivir ahí. Su inventiva es inmensa. Aun en las planchas asfaltadas de las ciudades ocupan los espacios públicos, venden mercancías, fabrican viviendas y diablitos, se levantan en movilizaciones sociales, escapan a la mano de hierro de un mercado que quiere someterlos a una esclavitud modernizada.
Los centros de las ciudades son un hermoso microcosmos de esa creatividad. Ahí confluyen los pobres para vender sus mercancías, levantar un puesto de tacos, traer sus artesanías o, si la ciudad y su conurbación, como en el DF, los ha despojado de la subsistencia de la producción alimentaria, levantan puestos de fayuca, de piratería; en síntesis, reciclan y ofertan lo que el Mercado reglamenta para enriquecer a unos cuantos. Nada, para ellos, es un dique a su sobrevivencia. De ahí que frente a la crisis que el espejismo del desarrollo ha generado, el país siga su marcha. Mientras los ricos tiemblan y las clases medias, que creyeron en el sueño, se empobrecen, los pobres se reinventan para escapar de la miseria.
Al Estado no le gusta. Protector del Mercado y ciego a la potencia creativa de los pobres, continúa persiguiéndolos. Si no puede darles lo que les prometió, tampoco quiere que habiten lo que aún les corresponde: los espacios públicos. Semejante a lo que en Inglaterra fue el cercado de los campos, el Estado mexicano intenta someterlos a la reglamentación en la que no podrían sobrevivir y, si escapan a ella, echarlos, arrinconarlos en guetos; borrarlos de la mirada de los otros, de los que están en regla o quieren pasearse por el espacio público sin ser interpelados por su fealdad.
Esta realidad se hace día con día más evidente entre los gobiernos administrados por el PAN. En Cuernavaca, traspatio y putero de la burguesía del DF, así como un microcosmos de lo que sucede en el país, la remodelación del centro histórico ha de sembocado en una persecución de los pobres. El decorado de sus fachadas y el cierre de sus calles para generar un espacio peatonal coinciden con la persecución del llamado ambulantaje y de los indios que llegan ahí a vender sus artesanías.
Para los neoliberales del panismo, la reconquista del espacio público, del que han logrado echar a los coches, significa también, curiosa paradoja, la destrucción de la vida pública. Ahí, entre un decorado de fachadas –por dentro muchos de los espacios públicos, como el del Centro Cultural Universitario, donde los hijos de los pobres se forman en artes, están a punto de desmoronarse– y de calles que simulan el pasado, sólo hay lugar para el comercio regulado y los peatones. Los pobres ya no tienen cabida en él. El centro, ese sitio único y abierto, en el que los pobres tejen redes comerciales, ese lugar impregnado de relaciones concretas y vivientes, se está convirtiendo en una zona de turismo controlado.
Desde la promulgación del acuerdo número 4498, en el que el Cabildo de Cuernavaca acordó que “se regularía el comercio en el primer cuadro de la ciudad”, el hostigamiento y despojo de las mujeres y niñas indígenas de Morelos, Guerrero y el Estado de México que llegan ahí a vender sus artesanías se ha incrementado de manera atroz. Policías e inspectores de licencias y reglamentos se han dado a la tarea de maltratar física y verbalmente a esas mujeres a quienes les quitan sus mercancías sin darles actas de retención. El propio secretario de Desarrollo del Ayuntamiento declaró públicamente algo que muestra la estrechez de nuestros gobernantes: no se puede permitir el comercio de las mujeres indígenas porque “afean el paisaje”.
El mundo con el que sueñan nuestros neoliberales es el de un pueblo Potemkin y no uno real y concreto hecho de pobres creativos y solidarios. A los pobres que no pueden controlar ni mucho menos enchufar al desarrollo, les cierran día con día las salidas. Creen que borrándolos del paisaje, encerrándolos fuera del espacio público, desaparecen. No se dan cuenta de que, al hacerlo, la pobreza que quieren borrar se convierte en miseria, que entre más riqueza quieren ostentar más destruyen las relaciones de mutualidad que son naturales entre los pobres históricos y la base de sus redes de subsistencia.
Cuando el Titanic se hundía, el capitán Smith mandó encerrar a los pobres de la tercera clase porque sólo había botes para salvar a mil de los 2 mil 201 pasajeros. Cuando el Carpathia llegó a recoger a los sobrevivientes sólo halló a 705. Si Smith no los hubiera encerrado, quizá con las cuerdas, las latas, los bidones de agua y un sinnúmero de cosas que para los ricos eran sólo objetos inútiles, muchos de esos pobres habrían sobrevivido. El mundo del desarrollo que ha entrado en crisis y que quiere encerrar a los pobres se parece a un enorme Titanic que no aprendió la lección.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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