viernes, 2 de octubre de 2009

No se olvida




No se olvida


Sallard
En 1968 se vivió una psicosis de insurrección que unió a jóvenes norteamericanos de todos los segmentos raciales con estudiantes del mundo occidental, de Europa del Este y de algunos países latinoamericanos. A pesar de que en otros lugares como Francia y Estados Unidos los estudiantes rebasaron con mucho los niveles de protesta registrados en México, ninguno de sus gobernantes se atrevió a asesinar a mansalva a su juventud. Nadie llegó tan lejos como Gustavo Díaz Ordaz.

El movimiento estaba originalmente simbolizado por fenómenos de aparente inconformismo irracional, como los provos, los beatniks o los hippies; pero junto a movimientos de rebeldía, no específicamente ideológicos, que predicaban amor y paz y que pugnaban por sexo, drogas y rock and roll, surgió también una corriente militante que enfrentó orgánica y abiertamente al establishment.

La rebelión estudiantil empezó a mediados de la década de los 60 en la universidad californiana de Berkeley, y luego siguió en otras instituciones de esa entidad y en varias más de la unión americana en los siguientes años. Continuó en la Universidad Libre de Berlín y luego se extendió a los centros universitarios más importantes de Europa y América, entre ellos México. Alcanzó su cenit en Nanterre y las barricadas de mayo-junio del 68 en París, donde los alumnos liderados por anarquistas como Daniel Cohn Bendit, tomaron La Sorbona y formaron una asamblea de masas para difundir su lucha. De ahí salió un torrente de consignas como: “Prohibido prohibir”, “Todo es posible”, “Todo el poder a la imaginación”, “Sé realista, pide lo imposible” y “Haz el amor, no la guerra”.

El germen de inconformidad se propagó, incluso, detrás de la cortina de hierro e infectó a países como Checoslovaquia. El punto trágico se registró el 2 de octubre en México, con la matanza de estudiantes que asistían a un mitin en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco.

Los gobernantes del mundo occidental que comprendieron la dinámica estudiantil y tuvieron prudencia y paciencia, fueron los que pudieron controlar la eclosión de rebeldía juvenil, abriendo cauces institucionales a las protestas. En cambio, Gustavo Díaz Ordaz prefirió ver conjuras extranjeras, principalmente soviéticas, y mandó a sus tropas a controlar la situación. El resultado fue un genocidio.

Las protestas que estallaron en el verano del 68 cayeron de sorpresa al gobierno. El régimen estaba preparado para enfrentar los movimientos obreros, campesinos o populares disidentes, al igual que a la oposición. El aparato de seguridad contribuía a la estabilidad del país, proporcionando información de inteligencia y anticipando los brotes de inconformidad, o actuando si las cosas se salían de control, como había ocurrido con los ferrocarrileros y los médicos, años atrás. O como actuaron contra el líder campesino Rubén Jaramillo y su familia, asesinados cruelmente. Incluso, cuando empezó la revuelta estudiantil, algunos líderes ferrocarrileros, como el simbólico Demetrio Vallejo, aún seguían en la cárcel después de una década. El problema era que ni el aparato de seguridad, ni la clase política, ni el presidente, estaban preparados para enfrentar un movimiento estudiantil que parecía espontáneo.

En la revista Siempre, el periodista José Alvarado escribió:

Había belleza y luz en las almas de los muchachos muertos. Querían hacer de México morada de justicia y verdad: la libertad, el pan y el alfabeto para los oprimidos y los olvidados. Un país libre de la miseria y el engaño.

Y ahora son fisiologías interrumpidas dentro de pieles ultrajadas.

Algún día habrá una lámpara votiva en memoria de todos ellos.

No hay comentarios: