Laura Itzel Castillo
Felipe Calderón es ya un caso clínico. Su patología se parece cada vez más a la del mayor asesino de la historia, como bien lo identificó Ciro Gómez Leyva el 25/11/2010: “Él podrá hablar del largo plazo, insistir en que no hay de otra. Pero sin un giro dramático que mejore la calidad de vida de 110 millones de personas, se parecerá cada vez más al Hitler de los primeros meses de 1945, gritando en su búnker que, pese a todo, se va a ganar”. Se lo dijo un aliado y no lo escuchó.
El sinaloense Jorge Zepeda Patterson, que escribió una buena biografía sobre Calderón, también dudó de la salud mental del panista el domingo pasado: “¿Sabe algo que nosotros desconocemos? ¿Tiene un ‘obamazo’ a punto? o simplemente, ¿ya lo perdimos?”. El periodista fundamentó su análisis en lo siguiente:
“El hecho pasó casi inadvertido, pero a mí me dejó un mal sabor de boca toda la semana. El Día del Niño, Felipe Calderón y la primera dama se reunieron con más de mil infantes de casas hogar y escuelas públicas. Pero en lugar de exhortarlos a ser mejores mexicanos o juguetear con la idea de que alguno de ellos podrá ser un futuro Presidente, Calderón les habló de narcotráfico. Les dijo que su gobierno no cejará en el combate contra las drogas, y que seguirá limpiando las calles de ‘malos’ hasta acabar con todos ellos (…) Me pregunto de qué hablará cualquiera de estos niños 10 años más tarde cuando recuerde los 15 minutos ‘célebres’ que compartió con el Presidente: ¿los asesinatos?, ¿la inseguridad?(…) Revela hasta qué punto Calderón ha convertido su combate a las drogas en una obsesión”. Hasta aquí la cita.
Ese mismo domingo 8 de mayo, Javier Sicilia lamentó ante el Zócalo repleto: “Esta casa donde habita el horror no es el México de Salvador Nava, de Heberto Castillo, de Manuel Clouthier, de los hombres y mujeres de las montañas del sur (…) y de tantos otros que nos han recordado la dignidad, pero sí lo es…”
Y sí lo es, en efecto, porque Calderón declaró una guerra absurda contra la delincuencia organizada. Lo hizo sin estrategia, sin táctica, sin logística. Decidió a lo tonto, por sus pistolas. En su afán por obtener en el ejercicio del poder la legitimidad que no obtuvo en las urnas, el michoacano ensangrentó al país. El saldo de su irresponsabilidad suma más de 40 mil muertos hasta la fecha, y la cifra aumenta día con día.
Me parece de una enorme cobardía que, después de declarar la guerra con todas sus letras, se retracte y diga que no dijo lo que efectivamente está grabado y consignado por todos los medios de comunicación. La cobardía es mayor cuando culpa a la sociedad —parte de la cual se manifestó en la Marcha del Silencio a la que convocó Sicilia— de lo que corresponde hacer a la autoridad, al Estado, es decir, a él, aunque sea espurio: combatir a la delincuencia y brindar seguridad a las personas.
Sabemos que Calderón está peor que Salinas, cuya frase célebre: “Ni los veo ni los oigo”, se queda chiquita ante la ceguera y sordera del panista. No importa. Tampoco es determinante que García Luna sea hoy para Calderón lo que Arturo Durazo fue para López Portillo. Ni siquiera la dependencia psicológica del michoacano frente al ministro de policía resulta inquebrantable. Lo más trascendente es que los convocantes a la Marcha del Silencio dieron donde más duele: en el corazón. Y lo hicieron no sólo con sentimiento, sino fundamentalmente con razón. Demostraron que es la sociedad civil la que puede obligar al gobierno a parar el baño de sangre. La clase política —salvo contadas excepciones— no es confiable.
Fuente: El Gráfico
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