martes, 7 de abril de 2009

La desventurada guerra de Elliot Ness




La desventurada guerra de Elliot Ness

SABINA BERMAN

1. En una entrevista con el programa Face The Nation, de la cadena CBS, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, comparó al presidente mexicano Felipe Calderón con Elliot Ness, el legendario policía que combatió a los traficantes de alcohol durante la era de la Prohibición. 
“(Calderón) está encarándolos (a los narcos), de la misma manera que Elliot Ness enfrentó a Al Capone durante la época de la Prohibición. Con frecuencia eso causa más violencia, y estamos viendo que eso está aflorando.”
El símil del presidente Calderón con Elliot Ness al instante desprende, como una chispa, un adjetivo: valentía. Ambos son, sin duda, figuras arrojadas, decididas a enfrentar a un enemigo poderoso y violento. Pero pasado el primer impacto, el símil se sostiene en una lectura más larga y francamente desalentadora. 
Elliot Ness fue un valiente que libró batallas en una guerra que su bando finalmente no ganó. Una guerra que lentamente, a través de los 14 años que duró la Prohibición, fue volviéndose más violenta y más impopular, y que por fin se declaró oficialmente fútil. 
Para tristeza de los puritanos estadunidenses, la guerra contra el alcohol, también llamada El noble experimento, se evaporó en una carcajada. 
Fue así. Ya el presidente Calvin Coolidge, segundo presidente que tuvo que sostener esta guerra, sentía una profunda ausencia de convicción sobre su meta. A menudo, antes de regresar a la Casa Blanca, luego de un acto fuera, solía visitar la embajada belga para tomarse un whisky en las rocas. Cuando la prensa lo descubrió, se armó un pequeño escándalo, pero Silent Cal (El Silencioso Cal) tan sólo replicó con dos palabras: “Lo siento”, y nada más. 
El empresario John D. Rockefeller, uno de los primeros y ardientes propulsores de la guerra contra el alcohol, para 1930 pedía que la guerra acabara. No porque pensara que el alcohol era bueno, sino porque pensaba que la violencia que generó la persecución de sus traficantes resultó mucho peor. Le parecía que el alcohol envilecía a la gente, la hacía indolente y su abuso la enloquecía; pero la guerra había convertido al país en un campo de batalla donde diariamente amanecían hileras de cadáveres acribillados. 
Para 1932 Rockefeller insistió: “Lenta e involuntariamente he llegado a creer que… (gracias a la Prohibición) un vasto ejército de maleantes ha prosperado; el imperio de la Ley se ha relajado; y el crimen ha aumentado a un nivel nunca visto”.
Gracias a ser ilícito, el alcohol había alcanzado precios estratosféricos y su tráfico financiaba a las bandas de gángsters para cometer delitos harto más destructivos. Las bandas robaban, asesinaban y en ciudades como Nueva York y Chicago impusieron una doble tributación. Cada comerciante debía pagarles un impuesto para seguir operando. Acaso peor, su poder económico les permitió corromper a las policías locales y federales hasta convertirlas en agencias dudosas e incapaces.
Un Estado con una policía corrompida, fiel al crimen e infiel a los ciudadanos, le parecía a Rockefeller la peor plaga posible.   
Por fin el presidente Franklin D. Roosevelt resolvió el asunto con un elegante giro semántico. Sencillamente decidió que las terribles e ilegales bebidas alcohólicas debían pasar a ser legales, porque siendo cándidos no eran tan terribles. Y en marzo de 1933, inmediatamente después de firmar la reforma legal que despenalizaba el alcohol, hizo su famoso comentario: “Creo que este es un buen momento para beber una cerveza”. 
La risa de los presentes en el acto se multiplicó en las calles de Estados Unidos. Esa noche los speakeasies, o bares clandestinos, surgieron a la legalidad repletos de bebedores que entrechocaban sus copas. 


2. Entonces, pues, Franklin D. Roosevelt se bebió su vaso de cerveza y la guerra acabó. El precio del alcohol se desplomó; resurgió, aunque tambaleante, la industria de bebidas alcohólicas de mejor calidad y bastante más baratas; el crimen organizado tuvo que clausurar sus torpes alambiques; perdió con ello su fuente principal de ingresos, enflaqueció, y terminó su control de las policías. Nunca volvió a existir un capo con el poder, el carisma y la brutalidad de Al Capone. 
Las policías se dedicaron entonces a enfrentar lo que los estadunidenses descubrieron que era su verdadero problema. No el alcohol, sino el robo, la extorsión, el asesinato. Y poco a poco surgieron agencias, gubernamentales y ciudadanas, para auxiliar a los adictos al alcohol. Hay que enfatizarlo: a los adictos, no a los aficionados al alcohol. En 1935, apenas dos años después de terminada la guerra contra el alcohol, se funda Alcohólicos Anónimos, organización civil y no lucrativa que hoy tiene sedes en todo Occidente. 
Al comparar al presidente Felipe Calderón con Elliot Ness, el presidente Obama ¿tal vez empataba el destino de la guerra contra la droga en México con el de la guerra contra el alcohol en Estados Unidos? 
Después de todo, durante su campaña presidencial, Obama reconoció, sin tartamudeo, que de joven había fumado mariguana, y ni siquiera pidió a continuación disculpas, como Calvin Coolidge cuando reconoció en plena Prohibición que había días en los que se tomaba un whisky en las rocas. Obama en cambio cerró su confesión diciendo que creía que era tiempo de dejar de mentir y ser honestos.  
Es poco probable. El presidente Obama está en pleno cortejo de la simpatía del gobierno mexicano actual. Pero si no evocó a toda conciencia el desenlace paradójico de la Prohibición, involuntariamente sí. Porque tal fue el destino de la guerra del intrépido Elliot Ness. No terminó con una ráfaga de metralleta, sino con un cambio drástico de meta: no abolir el alcohol, sino la inseguridad de los ciudadanos

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