omo en muchos otros momentos de la historia, nuevamente la enfermedad se ha ensañado con nuestra sociedad. Con la epidemia, la salud de muchos mexicanos se ha visto afectada. Decenas de ellos han perdido la vida y es imposible ignorar el grado de riesgo que estamos sufriendo. Somos millones los que en estos días hemos compartido una enorme preocupación por la magnitud y la potencialidad negativa de esta amenaza.
Sin embargo, los daños de la epidemia, los directos y los intangibles, al igual que ella misma, apenas se empiezan a notar. Los casos de enfermedad, los de muerte y el pánico de la gente, han sido la expresión inicial de esta patología. A ella se deben sumar muchas otras consecuencias. La economía, la vida política, la imagen de México en el extranjero y el propio comportamiento colectivo han sido trastocados.
Durante los pasados 12 días, la mayor parte de nuestra población ha valorado de manera directa la importancia de la salud. La emergencia sanitaria originada por la epidemia de influenza nos ha obligado a reflexionar y a actuar. Ha hecho que cambiemos súbitamente nuestra forma de vida. Ha interrumpido hábitos y obligado a tomar patrones que nos resultaban distintos. Hoy nos damos cuenta que sin salud poco importan muchas cosas materiales. Hoy estamos seguros que la salud va primero.
Cuando llegue el momento de hacer el balance, encontraremos que muchas cosas han cambiado, pero que otras persisten. Tendremos nueva evidencia de que la injusticia se ensaña con el pobre y el ignorante. Contaremos con un ejemplo adicional de que si bien es cierto que la enfermedad afecta a todos, sus consecuencias no son iguales. Acumularemos pruebas de que las secuelas más negativas las habrán padecido los que tienen menos y más necesitan. Una vez más nos encontraremos con la dureza de la falta de solidaridad internacional y la hipocresía de algunos que un día aportan bienes materiales y al siguiente discriminan, vejan y excluyen y que, además, lo hacen sin sustento científico. Al final nos sobrarán ejemplos de que el problema en la sociedad contemporánea reside en el resquebrajamiento del sistema de valores.
Muchas cosas traducen el comportamiento de la epidemia. Por una parte, la necesidad de revisar a fondo nuestro sistema de salud. Requerimos de mayor eficiencia, de respuestas más oportunas, de una articulación más contundente. México necesita contar con un verdadero sistema nacional de salud. Con un sistema público de cobertura universal, con capacidad de respuesta en los servicios personales y también en los colectivos, descentralizado pero coordinado, con sistemas de vigilancia epidemiológica pertinentes, incluida una red de laboratorios de salud pública de alta calidad.
Por la otra, de entender que la verdadera inversión del país se tiene que dar en la educación superior, en la investigación científica, en los proyectos que apuntalen la soberanía nacional, en aquellos que atenúen, hasta desaparecer, nuestra dependencia del exterior. No podemos regresar al mismo estado de cosas cuando se someta esta epidemia. Son muchos los países para los que antes éramos referente y a los que ahora les vemos la espalda. Son muchas las sociedades que optaron por un rumbo distinto y que ahora, dos o tres décadas más tarde, se han vuelto el ejemplo a seguir.
Al hacer el recuento objetivo será muy clara la importancia que para nuestra sociedad tienen las instituciones públicas. A aquellos a quienes su dogma les permite imaginar que la salud y la educación son el siguiente caso de privatización, les resultará imposible plantear una respuesta organizada y oportuna a partir de su fantasía. No estaríamos aquí en ese supuesto, seguiríamos contando los casos y las defunciones, estaríamos preocupados por canalizar la rabia colectiva, estaríamos denunciando a quienes se aprovechan de la situación, a quienes han encontrado un nuevo nicho de mercado: el del dolor y la desvergüenza.
El país y su capital han sido golpeados. Nadie puede negar la dureza de la epidemia, la extensión de sus estragos. También es cierto que no es este el primer problema de esta magnitud que nuestra ciudad enfrenta. Como en otras ocasiones saldremos adelante. No tengo duda. Lo haremos con trabajo y determinación; con ideas y unidad; con el fortalecimiento de nuestras instituciones y una nueva visión de futuro; con el cambio de paradigmas y nuevas apuestas en favor de la ciencia y la tecnología, de la autonomía que da el saber y que garantiza el hacer; con la apuesta por el futuro, por la innovación y el desarrollo humano; con el compromiso de los sectores y la guía de la cultura y el humanismo.
Tenemos que aprender con prontitud y responder con rapidez. Ni la amenaza ha cedido ni lo peor ha quedado atrás. En virtud de las circunstancias, sólo hemos recibido un aviso, un grave anticipo. No es esta la que algunos anunciaban como la epidemia inminente. Ni la infectividad ni la letalidad de este tipo de casos son lo peor que nos puede ocurrir. Por ello, tenemos que transformar los modelos de operación y fortalecer sus capacidades de respuesta. Es urgente hacerlo, es indispensable mejorar nuestra capacidad instalada y ponerla en la ruta debida.
Como siempre, las mejores muestras, las de solidaridad y compromiso, las de comprensión y colaboración las dieron los integrantes de la sociedad y los profesionales. Ahí están médicos y enfermeras, trabajadores de la salud y científicos, pero también familias y los trabajadores que dependen del ingreso diario, los que viven literalmente al día y de lo que obtienen en su jornada.
Tenemos que ver hacia adelante, con optimismo y convicción, con la certeza de que si trabajamos juntos y con intensidad, podremos mejorar nuestras condiciones, tener un porvenir más digno. Ante la adversidad hay que reconocer las hazañas de la gente de nuestro país. En esa tarea, la ciudad y México pueden estar seguros de que cuentan con la UNAM, con su Universidad Nacional.
* Mensaje del rector de la Universidad Nacional Autónoma de México al Consejo para la Recuperación Sanitaria y Económica de la Ciudad de México
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