Despedida sin adiós a Carlos Montemayor
Marco Antonio Campos
Nos conocimos en 1973 cuando colaborábamos en el suplemento literario de El Heraldo de México. Alguna vez deberían rescatarse esas colaboraciones que redactó Carlos en aquel tiempo. Por ese tiempo se concentraba ante todo en la tradición clásica; en cierta dirección su guía en esto era Rubén Bonifaz Nuño. Borges, Bioy, Pound y Eliot, eran algunos de sus dioses modernos. Al principio la relación fue un gran desencuentro, pese a la mediación de un buen amigo de ambos, el escritor regiomontano Humberto Martínez, quien decía acertadamente que eran más las coincidencias entre nosotros que las diferencias.
Por ese entonces, Diego Valadés, que era director de Difusión Cultural, lo llamó a dirigir la Revista de la UNAM. Quizá, a sus 26 años, haya sido el más joven de sus directores. En ese tiempo Carlos quería abarcar todo en grande: escribir, traducir, cantar, escribir libretos para música, y con el tiempo mucho logró.
Por una u otra vía, a fines de los años 70, un gran maestro de ambos, Rubén Bonifaz Nuño nos llevó a reconciliarnos. No nos veíamos con frecuencia, pero fue una amistad entrañable y solíamos bromear, haciendo un tour de force verbal, que éramos gemelos. En noviembre de 1981 Carlos, que era director de Difusión Cultural de la UAM, organizó un viaje inolvidable a New Haven, Long Island y Nueva York, con Bonifaz y otros amigos, y dimos conferencias y lecturas. Carlos, a quien le encantó siempre la ópera, cantaba arias donde quiera que estuviéramos, pero lo que más me asombró, fue cuando en casa de la profesora de Columbia University Norma Klahn, tocó la guitarra y cantó y cantamos hasta el amanecer canciones de la época de Manuel Ponce y canciones de rock en español. Se sabía todas, o casi. Bernardo Ruiz y René Avilés Fabila han hecho varias crónicas muy amenas de aquellas jornadas.
Para mi asombro, Carlos se concientizó en los años 80 y se convirtió en una de nuestras conciencias políticas. No olvidó la gran cultura, pero se colocó a ultranza al lado de los perseguidos, de los indígenas, de aquellos que han sufrido la violencia de Estado, de los pobres de los pobres, y los defendió desde las trincheras que pudo. Fue, frente al poder, todo lo contrario del intelectual y escritor acomodaticio y del no escaso género del camaleón despreciable. No faltaron para él las picaduras de los alacranes.
Una mañana en la terraza de una casa de Coyoacán, a finales de los años 80, me leyó un capítulo de una novela que estaba escribiendo sobre la guerrilla de Lucio Cabañas. Era Guerra en el paraíso. Le dije: Si así es toda la novela, será lo mejor que hayas escrito. Cuando la leí impresa, confirmé mi suposición. Las páginas de los combates son tan vívidas que se leen casi sin aliento. Sin duda es una de las novelas mayores de los pasados 50 años. No sólo eso: dentro de muchos de los notables libros que escribió es en su obra la joya de la corona. Miembro de una promoción de narradores relevantes nacidos en la segunda mitad de los años 40, hijos políticos y literarios del movimiento estudiantil de 1968 (Hernán Lara Zavala, Luis Arturo Ramos, Guillermo Samperio, Paco Ignacio Taibo II), Carlos fue un sobresaliente maestro de esa suerte de novela-crónica o crónica-novelada del pasado reciente histórico. Además de Guerra en el paraíso, baste recordar esa intensa novela, hecha como en rompecabezas (Las armas del alba), sobre el fallido intento de asalto al cuartel de Madera, Chihuahua, y la minuciosa reconstrucción de la matanza del 2 de octubre de 1968 (Los informes secretos), donde halla aspectos no vistos que muestran irrefutablemente la complicidad infame del gobierno y de los militares.
En 1988, para la colección de Material de Lectura de la UNAM armé una antología de su poesía con un prólogo que después recogí en el libro Los resplandores del relámpago (Las ciudades de Carlos Montemayor). Sus impetuosas novelas, su divulgación de las literaturas indígenas y su trabajo periodístico, han hecho tal vez que no se atienda al buen poeta que fue. Hace un par de años, en un prólogo (Antología de la poesía mexicana del siglo XX, editorial Visor), escribí: “En poesía, Montemayor es ante todo autor de un muy hermoso libro de poesía (Finisterra), y de éste, son particularmente recordables, el ciclo de ‘Memorias’, donde evoca con honda melancolía instantes de niñez y adolescencia en su ciudad nativa, y el poema de amor de largo hálito, que da título al libro (Finisterra) que le debe no poco a la Oda marítima de Fernando Pessoa, que él tradujo”.
Coincidimos en varios viajes, en buen número de mesas redondas, y solía verme con él en reuniones en casas de Alí Chumacero o de su hijo Luis, con Juan Gelman, o cuando venía Lêdo Ivo. Tengo la impresión de que hubo un entrañable cariño recíproco. Hasta hace unos meses parecía un roble y estaba lleno de proyectos. Viajaba y escribía mucho. Lo acompañaba siempre Susana de la Garza, su mujer, que le hacía un magnífico contrafuerte con su serenidad y dulzura. Con Carlos Montemayor México no sólo pierde una conciencia política insobornable, un escritor irrepetible, sino nos deja a sus amigos más solos. Con él, las hojas del árbol de la generación empiezan a caer. Y él era una gran hoja.
Fuente: La jornada
Difusión AMLOTV
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