El terremoto en el espejo
Ariel Dorfman
MÉXICO, D.F., 18 de marzo.- Siguen y prosiguen las réplicas del terremoto que asoló a Chile el 27 de febrero pasado. Llamo a mi cuñada en Santiago y ella interrumpe súbitamente nuestra conversación. “Está temblando, está temblando”, dice, y así sucede con el país mismo, preso en una tembladera inacabable.
Quizás la mayor réplica, sin embargo, sea en el campo político. Después de todo, hace menos de 60 días hubo otro terremoto, de otro signo, cuando una mayoría de mis compatriotas eligió como presidente al billonario derechista Sebastián Piñera. Fue un rechazo contundente a la Concertación, la coalición de centroizquierda que derrotó a su vez al general Augusto Pinochet y que llevó a cabo una transición exitosa, con avances económicos y sociales significativos durante sus 20 años en el poder.
La victoria de Piñera planteaba una multitud de dudas acerca del futuro. ¿Estábamos presenciando un realineamiento político permanente o acaso Michelle Bachelet, que deja la Presidencia con una inusitada aprobación ciudadana que supera 80%, habrá de ganar los comicios en cuatro años más? ¿Continuaría Piñera, que fue un tibio opositor a Pinochet, la acción a favor de derechos humanos de la era post-dictadura o favorecerá a sus aliados conservadores, contaminados por su complicidad en tantas desapariciones y torturas y exilios? ¿Era capaz Piñera de ser fiel a su promesa de expandir los planes sociales de la Concertación y simultáneamente acentuar un modelo neoliberal económico que ha sido responsable del creciente e infamante abismo entre ricos y pobres que hacen de Chile uno de los países menos equitativos en el mundo?
Todas estas preguntas han sido enturbiadas por el sismo que ha causado daños que se estiman de unos 30 billones de dólares. El nuevo presidente hereda un país traumatizado, atónito de muertos y heridos y desamparados, y se le va a juzgar de acuerdo a cómo lleve a cabo la tarea urgente de la reconstrucción.
Lo espera un sinnúmero de retos y trastornos.
El terremoto no sólo descuartizó el suelo de Chile, no sólo inundó pueblos enteros con su marejada letal. También reveló hondas fisuras y desgarros en el tejido social y ético del país –el persistente tsunami de la penuria, la precariedad cosmética de la modernización de que el país se ha ufanado durante las últimas décadas. Cuando el gobierno de Bachelet inicialmente declaró, después del cataclismo, que no requería asistencia extranjera, se adujo razonablemente que primero era necesario calibrar la magnitud del desastre; pero por debajo era posible vislumbrar otro tipo de mensaje: “No nos confundan con Haití. Podemos recuperarnos solos”.
La pesadilla del terremoto alertó a los chilenos a una cara disímil en el espejo, forzándonos a reconocer que hemos estado viviendo en un país de mentira, un país de simulacro forjado a partir de ilusiones de excesiva grandeza. ¡Nos creíamos tan desarrollados! Hasta el punto de que, hace más de 20 años, Joaquín Lavín, el entrante ministro de Educación de Piñera, proclamó en un famoso ensayo, “Adiós, América Latina”, que estábamos al borde de unirnos a Australia y a los tigres del sureste asiático, listos para convertirnos en miembros del Primer Mundo y renunciar a nuestro “atrasado” continente.
En tal contexto, esta catástrofe puede bien leerse como una llamada de atención y alarma para Chile: ¡Hola, América Latina! O tal vez nos encontramos ante una prueba a que nos somete la misma Madre Tierra, un desafío que nos pide explorar las fuentes más profundas de nuestra identidad desplazada y confusa. Si es así, el nuevo presidente podría posiblemente encontrar modelos para la acción futura en la historia de Chile, algo que podría imitar y también, por ahí, algún ejemplo que sería mejor que evitase.
El presidente Pedro Aguirre Cerda utilizó la hecatombe de 1939 y sus 30 mil muertos como un acicate para negociar y promulgar leyes que trajeron a una población expoliada desde hace siglos una serie de medidas imprescindibles para su bienestar y desarrollo: la seguridad social, inversiones formidables en la educación y el primer Sistema Nacional de Salud (creado nada menos que por el joven ministro Salvador Allende).
O está el caso más indecoroso del presidente Pedro Montt, que tuvo que enfrentar, aun antes de su inauguración, el atroz terremoto de Valparaíso de 1906. Los jóvenes de la patria se lanzaron al rescate de las víctimas y recibieron una lección acerca del verdadero Chile, el Chile ignominioso que se escondía debajo de la costra y el espejismo de la prosperidad y “civilización” vigentes, el Chile que Montt y tantos otros de la elite privilegiada prefirieron reprimir, en todos los sentidos de esta última palabra. El insigne historiador Gabriel Salazar cuenta que, unos meses más tarde, cuando los estudiantes retornaron a Santiago, el gobierno les organizó un homenaje en el Teatro Municipal. Los muchachos, en vez de portarse “bien”, abuchearon ruidosamente a la caterva de complacientes oligarcas allá reunidos. Fue tal su rechazo a la hipocresía del status quo que los jóvenes díscolos abandonaron el recinto y terminaron constituyendo ese día la FECH (Federación de Estudiantes de Chile), una organización que a partir de ese momento se caracterizó por su lucha contra el abuso y la miseria. (Y de nuevo, se nos aparece la sombra de Salvador Allende, que fue vicepresidente de la FECH en 1930).
Quiero creer que esos jóvenes de 1906 están llamando desde más allá de la muerte a sus lejanos descendientes, los estudiantes del 2010 que de nuevo se han precipitado a las calles para conseguir ropa y víveres y que se encaminan en caravanas multitudinarias hacia el sur del país para auxiliar a los damnificados. Quiero creer que la juventud de ayer y de hoy están y estarán exigiendo y anticipando un Chile diferente, un Chile de igualdad y justicia para todos, un Chile que se mide, no por las ganancias de los más ricos, sino por el modo en que trata a sus ciudadanos más marginados y sufrientes.
Espero que sea un mensaje que nuestro nuevo presidente sabrá también atender, abriendo su corazón y su conciencia a la historia verdadera de nuestra tierra arrasada. l
El último libro de Ariel Dorfman es la novela Americanos: Los pasos de Murieta.
Fuente: Proceso
Difusión AMLOTV
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