La Universidad Nacional Autónoma de México es la institución más grande y significativa que ha construido nuestro país.
Ya pueden chillar sus detractores. Los logros están ahí de siglos. Aun desde que hace cuatro se fundó como Real y Pontificia. Luego cuando adquirió su carácter Nacional hace cien años con don Justo Sierra. Y más tarde, cuando en el 29 alcanzó su estatus fundamental de Autónoma.
Sus logros están presentes en todos los ámbitos de la nación y son indiscutibles: suman millones los mexicanos egresados de esta madre común y amorosa; miles los que han transformado no sólo el rostro sino el destino del país; son innumerables los escritores, pintores, filósofos, médicos, científicos, arquitectos, ingenieros, contadores, administradores, investigadores, deportistas y hasta políticos —nadie es perfecto— que se han nutrido en sus aulas; cada año, miles de libros, conferencias, conciertos, películas, exposiciones y museos mantienen vivas las llamas de la inteligencia y la cultura; día a día nuestra UNAM presta invaluables servicios a todos los mexicanos a través de su Sismológico Nacional, el Observatorio Astronómico, la Biblioteca y la Hemeroteca y el monitoreo del volcán Popocatépetl. Que son sólo algunos de sus organismos e instituciones comprometidos cotidianamente con todos nosotros.
Pero es además nuestra UNAM la encarnación colectiva de ese espíritu crítico a través del cual habla nuestra raza. Por ello la UNAM no es ni ha sido una institución cómoda y cómplice del poder en turno. Sobre todo en los tiempos recientes, en que los gobiernos ultra neoliberales han coincidido con dos extraordinarios rectorados, el de Juan Ramón de la Fuente y el de José Narro Robles, no solamente críticos sino aun opuestos a las políticas públicas gubernamentales. Basta retomar el discurso de Narro en el Congreso llamando a un gran acuerdo nacional para pagar la enorme deuda con quienes menos tienen y a la búsqueda e implementación de un modelo distinto en lo económico, en lo social y en lo político.
Son señalamientos que no caen bien en las altas esferas del poder, pero en cambio iluminan a las mayorías. Lo mismo que la demostración de que se puede celebrar un centenario con dignidad y sin dispendios; con toda la emotividad y la seriedad que se merece un aniversario tan notable; que, en pocas palabras, se puede festejar con alegría y a la vez conmemorar con sensibilidad histórica.
Algo más que la marca vergonzante del bicentenario oficial: un monigote al que nadie entiende.
Fuente: El Universal
Difusión AMLOTV
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