martes, 12 de enero de 2010

Segunda vuelta electoral



Miguel Angel Granados Chapa
Segunda vuelta electoral

12 enero 2010
ma@granadoschapa.com

El próximo domingo la República de Chile aplicará por tercera vez la segunda vuelta electoral, un mecanismo destinado a otorgar una amplia plataforma de apoyo al Presidente de la República, aunque alcanzar ese propósito puede generar efectos nocivos para la democracia.

Como casi todos los países latinoamericanos que la han instituido, Chile incorporó el ballotage, como con afectación se llama la segunda vuelta para recordar su origen francés, apenas hace dos décadas. Su origen lejano remite a la elección de 1970, en que el presidente Allende alcanzó apenas un tercio de los votos, y su ascenso a la Presidencia tuvo que ser resuelto por el parlamento, que ponía en práctica una suerte de segunda vuelta no determinada por el voto de los ciudadanos sino de los congresistas.

A pesar de que Allende fue, de ese modo, un presidente plenamente legítimo, su apoyo minoritario fue esgrimido por sus enemigos como un pretexto para desposeerlo del poder, objetivo logrado a un enorme costo para la sociedad chilena, fracturada a profundidad durante 17 años de una dictadura particularmente cruel.

La Constitución que sucedió al ilegal régimen despótico de Augusto Pinochet partió de aquella experiencia y estableció la segunda vuelta en la elección presidencial. No fue necesario acudir a ella de inmediato, pues Patricio Aylwin y Eduardo Frei fueron elegidos con más de 50 por ciento de los votos en el primer turno. En las dos sucesiones siguientes, cuando los candidatos fueron no democristianos como en los casos anteriores, sino socialistas, fue menester que Ricardo Lagos y Michelle Bachellet obtuvieran dos veces el triunfo y sólo ganaran la presidencia en la segunda vuelta.

En la presente coyuntura el candidato de la Concertación (que reúne principalmente a esos dos partidos), que es el mismo Eduardo Frei Ruiz de Tagle tampoco pudo vencer a su adversario de la derecha, Sebastián Piñera, y entre ambos se dirimirá el poder ejecutivo el 17 de enero.

Dos días después de que ninguno de ellos ganara en la primera vuelta la presidencia chilena, y fueran remitidos por el electorado a una segunda oportunidad, el presidente de México Felipe Calderón anunció un paquete de enmiendas que se supone constituirán una reforma política. En realidad, se trata de un atado de iniciativas la mayor parte de las cuales han estado presentes en los repetidos debates, mitad académicos, mitad políticos, para restaurar las instituciones políticas mexicanas. Con ella formó Calderón un conjunto de diez propuestas a examinar las cuales hemos dedicado la Plaza Pública en lo que va del año.

Calderón presentó su séptimo punto, el de la segunda vuelta, insistiendo en que se trata de enmiendas constitucionales destinadas a “darle al ciudadano mayores opciones para seleccionar, de entre las propuestas más viables, a quien sean (sic, en vez de las que) precisamente las más cercanas a sus ideas o a su pensamiento”.

Ignoro si es el discurso mismo del 15 de diciembre, o su transcripción (documento con que he estado practictando el examen de las reformas) el que adolece de muchos pequeños defectos formales. Dice Calderón, por ejemplo, que “se trata de que el ciudadano pueda, verdaderamente, una vez hecho un primer proceso electivo, poder perfilar entre quienes pasen a la segunda vuelta sus preferencias más claras respecto de quien deba ser Presidente de la República”. Además de la redundancia de proponer que el ciudadano “pueda…poder”, el planteamiento de Calderón carece de razón pues respecto de los ciudadanos la segunda vuelta no permite que se aproximen a sus preferencias, sino al contrario: un importante sector del electorado se aleja de sus inclinaciones y debe resignarse a escoger el mal menor.

Aunque no entró en detalles hace un mes sobre el contenido de sus propuestas (algo que deberá hacer sino no lo hizo todavía en las iniciativas formales presentadas al Congreso), Calderón propuso la típica segunda vuelta electoral, incluida en las dos décadas recientes en las constituciones latinoamericanas.

El modelo establece que si ningún candidato presidencial alcanza la mitad más uno de los votos, el Poder Ejecutivo se dirima en una segunda vuelta en que participan únicamente los aspirantes que alcanzaron las dos máximas votaciones.

El mecanismo se propone fortalecer a la institución presidencial dotándola de una ancha base de apoyo. Pero padece varios defectos: es inequitativo y favorece el reparto del poder entre dos fuerzas dominantes, con exclusión de opciones adicionales. La presidenta Bachellet, para continuar con el ejemplo chileno, obtuvo hace cinco años, en la primera vuelta, cerca de dos veces el número de votos a favor de Piñera, y no obstante esa manifiesta intención del electorado tuvo que acudir al segundo turno. En 2006, en México la votación nacional se partió en prácticamente tres porciones, con un virtual empate entre las dos primeras, separadas entre sí por apenas una tenue diferencia. De haber estado vigente el ballotage, el PRI habría tenido en sus manos la decisión de hacer presidente a López Obrador o a Calderón, y es indudable que hubiera optado por éste. El PAN y el PRI, dos partidos semejantes en su conservadurismo social y en su pragmatismo político (por más que los panistas adujeran antaño contar con una doctrina ética que los diferenciaba de la vulgaridad de su aparente adversario), tendrían en sus manos la gobernación y la gobernabilidad del país, pues cerrarían a cualquiera otra opción el acceso al poder.— México, D.F. karina_md2003@yahoo.com.mx

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