EDITORIAL
Truculencia: Hacer política para hacer la guerra
Sábese que la guerra es una de las extensiones –la más traumática-- de la política. Carl von Clausewitz, militar e historiador prusiano, autor de esa célebre definición, decía a discípulos y su Estado Mayor que la ciencia militar es también ciencia política.
Y no andaba errado. Ello, precisamente, lo ha convertido en un icono influyente en la ciencia militar moderna. La vinculación dialéctica entre la política y la guerra se la explicó en 1810, como mentor, a su pupilo el príncipe de la corona de Prusia.
Ese príncipe, Federico Guillermo, sería Káiser, para quien escribió el famoso tratado “Los más importantes principios del arte de la guerra”. Fue allí, en ese documento, en el que enunció que la guerra es una de las extensiones de la política por otros medios.
Esos medios son variopintos, vistos a la luz de la aparente resistencia o desobediencia real de los Generales a cumplir las órdenes dadas por su comandante supremo de “atacar al enemigo”, uno que es invisible, que no da la cara, elusivo e inasible.
¿Estamos acaso ante un conato de rebelión? ¿De asonada? ¿Motín? ¿O simplemente una huelga de brazos caídos, la cual debería imitar la sociedad civil ante las monstruosas arbitrariedades de los personeros del poder político del Estado?
No. Estamos ante un sencillo caso clausewitziano, aunque con una variante digamos maquiavélica: los Generales hacen política precisamente para poder hacer la guerra desde una posición de ventaja no sólo estratégica, sino también táctica.
Y esa ventaja de doble alcance les otorgaría supremacía no sobre sus enemigos aparentes y formales –una fuerza armada sicaria, la de los cárteles del tráfico ilícito de psicotrópicos y estupefacientes--, sino sobre los civiles desarmados e indefensos.
Éstos tienen por protección única una pátina intangible: las reformas recientes –de hace un par de semanas— a la Constitución política de los Estados Unidos Mexicanos en materia de derechos humanos. Pero esa protección preocupa a los Generales.
Y como les preocupa mucho para cumplir las órdenes de su comandante supremo faenan en una intensa campaña mediática y de cabildeo –o lobbying— para que el Poder Legislativo, que no ha autorizado esa guerra, les de protección frente a los inermes.
¿Y en qué consistiría esa protección jurídica ante ciudadanos civiles inermes e inocentes y, por tanto, desprotegidos del fuego de los Generales? Que en caso de masacres de esos civiles, los generales no sean juzgados como criminales de guerra.
En uno de sus argumentaciones anónimas, los Generales –que publican en los periódicos del Distrito Federal sus tesis a favor de esa protección jurídica sin identificar autorías— afirman que su misión no es como la de la policía, disuadir, sino atracar.
Y al atacar, como diríase coloquialmente, agarran parejo o hacer tabla rasa, pues, tirándole a todo lo que se mueva o no, civiles desarmados e inocentes incluidos. Por eso, no quieren ser “juzgados como policías”. Como vulgares matachines. .
Sin embargo, persiste la duda: ¿son los Generales los que hacen política motu proprio para poder hacer la guerra o actúan subrogadamente, por órdenes superiores, las del General secretario de la Defensa Nacional o del comandante supremo Calderón?
Suponemos informadamente que no actúan motu proprio. Si la estrategia fue diseñada en Los Pinos, ¡qué pobreza moral y de ética política la de sus diseñadores! Con un fuero de guerra reforzado para los militares, se cancelarían todos los derechos humanos de la población civil.
La campaña mediática y de cabildeo es una maniobra grotesca. El comandante supremo Calderón envía a sus Generales –sin el desprestigio, aun, de aquél-- a buscar y obtener esa ventaja alevosa sobre la población civil indefensa.
¿Por qué, preguntaríase, don Felipe hace que sus Generales cabildeen y hagan política para poder hacer la guerra de él? Por que su capital político se ha desgastado del todo y su acceso al Congreso de la Unión y su influencia sobre éste han cesado de hecho.
Ejerce el poder investido en una oquedad que percíbese insondable, abisal. Sus Generales, deseosos de hacer la guerra (“no le tememos al combate”, afirman en sus escritos periodísticos anónimos) por orgullo equívoco y porque les es lucrativo.
Esa truculencia enloda a aún más a las Fuerzas Armadas, en particular al Ejército, atrapado en una vorágine de desprestigio que lo corroerá e irremisiblemente lo destruirá. El Ejército tiene ya su peor enemigo en su propio comandante supremo.
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